martes, 20 de marzo de 2007

Extraños

Te vi y te ignoré, no podía hacer otra cosa, no me interesaba hacer otra cosa. Eras uno más junto a la puerta, alguien de todos los días. La situación cedió ante lo inevitable: debíamos acercarnos sin saber bien porqué. Te noté ausente, perdido en un mar de palabras rotas que aportaban solo silencio e indiferencia. Respiré profundo, una vez, dos, me acerqué un poco más, pero la música de tus oídos te transportaba más allá y yo parecía imperceptible a tus ojos, a tu piel, a todos tus sentidos.
Volví a ignorarte, pero el misterio de tu mirada ausente sacudía mi interior de una manera inexplicable. Insistí, me acerqué otra vez, pero a esa altura ya me arrebataba el terrible deseo de abrazarte, de apoyar mi cabeza sobre tu pecho y decirte cuánto te había estado esperando. Me contuve, no quería arriesgarme a que tu indiferencia me quitara del sueño para transportarme abruptamente hacia la realidad. De manera casi infantil toqué tu hombro y fue entonces cuando me miraste. La felicidad duró solo un segundo porque seguiste tan ausente como antes, al menos eso pensé. Tomé mi cartera, ya dispuesta a irme cuando de pronto me di cuenta de que algo nos conectaba y de que no era la indiferencia lo que te guiaba. Sentí tu mano rozando la mía muy dulcemente, me quedé inmóvil y casi sin querer respondí a tu deseo de acercamiento con una sonrisa. Esperé con desesperación una señal, algo que me diera la pauta de que no había sido un error, ya que por un momento pensé que había sido un sueño, que las caricias solo respondían a mis más bajos instintos de comunicación. Pero no. No había sido un sueño. No solo no quitaste tu mano de nuestro lugar común sino que me acariciaste con más firmeza que antes. No supe qué hacer, temblaba por dentro y me avergonzaba por fuera, temiendo que alguien descubriera nuestros códigos, nuestros movimientos, nuestros deseos. Faltaba poco, ya era tarde y debía seguir mi camino, pero no sabía qué hacer, no quería irme así, sin más. ¿Qué hacer? ¿Debía hablarte, mirarte, tocarte? ¿Cómo decirte que sí, que estaba ahí, que tenía ganas de volver a verte? ¿Y si me equivocaba? ¿Si en realidad tu mano me había acariciado accidentalmente? ¿Y si mi deseo no era más que un manojo de extrañas emociones? Evadí la situación de la manera más infantil que tuve en los últimos diez años de mi vida: huí. Me bajé del subte como si la muerte acechara los vagones. Fui cobarde o ingenua. Mi fantasía supuso que ibas a seguirme, pero cuando miré atrás, ya no estabas. Y una vez más descubrí que la ilusión puede llegar en cualquier momento, de la mano de un amigo o de un extraño, para irse así, sin más, dejando en nuestro interior una sensación de vacío e impotencia.