Hace poco más de catorce años, un “bebé pIrrito” de cuarenta días apareció en nuestra familia, comprado por mi mamá, que estaba tan lejos de amar a las mascotas como yo de entrar en un convento. Pero le dio ternura y lo llevó a su casa. Y a mí me dio más ternura todavía, y a pesar de que olía a bosta, yo no podía dejar de mimarlo. A los pocos días supimos que además de roñoso y con indicaciones de no bañarlo, mi vieja había comprado un perro enfermo. Con el tiempo sanó y se convirtió en un perro de fierro al que yo adoraba, y el sentimiento era mutuo. Cada vez que lo visitaba no se separaba de mí, me daba la pata y no dejaba que nadie se me acercara.
Cuando nació “Beyita” fue el perro más fiel que conocí en mi vida. Cuidaba a mi hija como si fuera propia y parecía acompañar mis tristezas y mis alegrías del mundo de ser mamá.
Y el tiempo pasa para todos. Ayer el perrito cerró los ojos para siempre. Lo alcé por última vez y lo despedí de noche, bajo la lluvia. Fue una sensación muy fuerte e intensa. Lo abracé tanto como el primer día, cuando todo cochino como estaba me regaló su incondicionalidad…
3 comentarios:
Abrazo, Beya.
Cómo se hacen querer los guachos!!!!!!
Te entiendo,sé lo doloroso que es soltarle la patita para siempre... :(
P.D.:Aunque yo creo que también existe un lugar en las estrellas para ellos desde donde nos custodian... :)
BESITO FUERTE
Y bueh, los ciclos de la vida.
El tema quizás sea que uno ya va presenciando los comienzos y los finales de los ciclos de la vida de otros...
¿Me estaré poniendo vieja??
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