viernes, 12 de mayo de 2006

¿Subimos?

Voy a contarles una breve historia, para que después el tiempo no se aferre a su extraño deseo de deformar los hechos y dejarlos al libre albedrío de la memoria individual…
Sucedió en abril o mayo del 2006, ya casi no recuerdo bien cuándo, pero finalmente combinamos para encontrarnos por primera vez. Armé la mochila como pude, un poco de calma, kilos de curiosidad, varias bolsas de optimismo y destreza, una pizca de incertidumbre y una caja llena de expectativas. Duró poco. Un grupo de vejetes aferrados a un ideal de juventud con la fuerza equivalente a cien Cris Morena, avanzó sobre nuestro encuentro y terminó por posponerlo indefinidamente. Y aún cuando todo el mundo vio que luego de eso yo continuaba con mi vida normalmente, en mi interior se cocinaba un caldo espeso de dudas y curiosidad que me obligó a perseverar. Ya no podía distingu
ir entre el capricho, la bronca del desplante ante tamaña organización, la curiosidad deportiva, la obstinación o el mero hecho del placer que implica la revancha. También me asaltaban las preguntas tontas de citadina ingenua, tales como qué hace un escalador que necesita anteojos y es alérgico a las lentes de contacto, qué pasa cuando te pica la espalda en la mitad de la escalada, cómo manejarse con los calambres y cómo sobrevivir sin reloj despertador.
El tiempo pasó y mi increpante necesidad de respuestas fue aplacada por la rutina diaria del olvido, la desilusión y el desencanto.

De pronto una deuda pareció intentar saldarse. Corrí al espejo, vi mis pocas horas de sueño y desistí. Con lo poco que había dormido, difícilmente sería capaz de colocar mis pies sobre la crealina incrustada en las laderas de montaña artificial. Pero la curiosidad me corría por las venas y me doblegué ante ella.
Corrí, tomé subte, taxi, caminé. Cuando entré, la lúgubre luz y la música heavy me hicieron sentir sapo de otro pozo. Apenas había podido pasar por casa a buscar un pantalón cómodo, mucho menos había podido sacarme el maquillaje y ponerme un poco más acorde al entorno. Intenté disimular. El pánico al ridículo me llegó hasta la punta del zapato. Me excusé tontamente invocando a la espera como aliada incondicional, excusa que duró breves minutos, tan breves que no me dieron tiempo a pensar en otra.

Recuerdo sensaciones muy placenteras, fuerza, seguridad, confianza, risas, diversión. Me permití algunas licencias, como sentirme entre amigos de años, tan lejanos y cercanos al mismo tiempo como la cima de la montaña más alta, que siempre parece estar al alcance de la mano pero se alza a miles de metros de altura.
Me hubiera encantado congelar ese instante con una polaroid, y mirar la foto en los momentos en los que la rutina me inunda y parece una prisión de horas interminables.

De pronto sentí que tenía que irme. Quizás me presionó un poco la inquietud de no saber bien qué hacer, de no conocer los códigos correctos que indican que ya es la hora de irse a casa.
Por eso, intento dibujar con palabras un momento especial, que al describir no puedo terminar de llenar. Experimenté distintas sensaciones y me enfrenté con algunas limitaciones y miedos que quizás salieron a la luz dejándome en evidencia, pero, sin dudas, valió la pena.
Ojalá la vida me de permiso para otra licencia similar, para intentar encontrar el equilibrio entre lo cotidiano y los lugares increíbles en donde a cierta hora, brujas, duendes y gnomos se confunden con la realidad.