martes, 25 de marzo de 2008

Amar y flirtear

Hablando de libros dedicados y devueltos. Libros compartidos, libros que nos enriquecen, libros que nos unen en una misma voz... Hablando del libro que compré para regalar y nunca lo hice, les recomiendo la lectura de este libro de Sandra Russo que me parece exquisitamente brillante.

Este libro habla sobre las relaciones humanas, sobre la necesidad de SER más allá del otro, sobre los vínculos, sobre los amores sólidos y los líquidos, sobre el ideal de vivir un gran amor, sobre si el amor que elegimos como ideal nos completa, nos llena, nos enriquece. Este libro habla, en definitiva, de nosotros, los de ayer, los de hoy, los de siempre...

http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-94787-2007-11-17.html







lunes, 17 de marzo de 2008

Mentiras verdaderas

Mas que conocida es la frase: “A las mujeres les gusta que les mientan” y más que trillada también aquella otra: “Mentime que me gusta”. Yo sostengo la teoría de que, en realidad, no es que pidamos a gritos que nos mientan, sino que nos digan una verdad un poco decorada, o, mejor dicho, una verdad que no nos lastime. En mi opinión, que nos digan: “Ese sweater azul te queda horrible”, no aporta nada más que una agresión innecesaria, esa misma idea puede decirse con cariño, o con más tacto, y puede provocar el efecto deseado sin necesidad de herir al otro. Yo prefiero la frase: “Me parece que el rojo te queda mejor, ese sweater no me gusta demasiado”. Y en este ejemplo tonto y sencillo pretendo encontrar la diferencia entre actuar con bondad y con maldad. Llevado a un plano más morboso, decirle, por ejemplo, a un tuerto: “Vos para que opinás si ves por la mitad” o desafiar a un tartamudo a que diga un trabalenguas, no solamente es algo violento sino que es una maldad. No hay nada más vil, cruel, agresivo y violento que jugar con las debilidades ajenas, ni nadie más consciente de sus debilidades que la persona que las sufre.
Sostengo que hay cosas que nunca deben decirse, nunca, nunca, jamás. Por más que estemos llenos de ira o de dolor, hay cosas que debemos callar, siempre. Y esas cosas que debemos callar son las que sabemos que van a restar en la vida de alguien, que no aportan nada bueno y que solo sirven para satisfacer una necesidad interna de poder frente al otro. Y hablo del poder de lastimar.
Hoy me lastimaron, a mi entender, innecesariamente. Hoy me dijeron que haberme perdido había sido algo bueno y positivo. Que dejar de hablarme, una muy buena decisión. La misma persona que un mes atrás en un restaurante me había dicho que no quería perderme, que yo era muy importante en su vida, que le gustaba hablar conmigo y que me quería, no tuvo ningún reparo en decirme, en un tono frío y calculador, lo fácil que le había resultado olvidarse de mí. La misma persona con la que hablé de las vivencias más íntimas durante muchos meses, con la que compartí sentimientos auténticos, por la que sentí millones de cosas que no sentía desde hacía mucho tiempo por nadie, la persona en la que confié me lastimó gratuitamente; esa misma persona que se despidió diciéndome que huía del amor. Y duele. Duele cómo manejó las cosas, cómo manejó su presencia y su ausencia durante siete meses, cómo me mintió, cómo me engañó en su mar de supuestas dudas. Duele porque él no ganó nada y yo perdí la ilusión de sentir que había sido importante en su vida. Duele porque mientras yo le escribía y él me adulaba, en realidad me estaba tomando el pelo. Duele porque experimentó conmigo, jugó a ser seductor, a ver si todavía era capaz de conquistar, a tirar del hilo hasta ver a dónde llegaba. Ese hombre no conoce la diferencia entre lo bueno y lo malo, la calcula y juega con esos números, la estudia, la analiza. Ese hombre se disfraza de amable para arremeter con desidia en el peor momento. Ese hombre me robó. Ese hombre me estafó. Ese hombre no solamente me lastimó, sino que me robó siete meses de ilusiones, que a él le darán lo mismo, pero para mí, fueron más que importantes.

jueves, 13 de marzo de 2008

Cenizas

Escribí mil palabras antes de elegir éstas. Imaginé mil escenarios posibles, ensayé gestos, caricias, despedidas. Practiqué la indiferencia y viví con la soledad más profunda del olvido. Llené un mar de silencio estremecedor para darme cuenta de que estoy inmóvil, sin ir más allá del hoy; el hoy que construí con el ayer, el hoy que embarré hasta el cansancio preocupada por el futuro. Eso. Estamos más preocupados por el futuro prometedor de nuestras mentes brillantes y nuestros planes de felicidad perfecta que por cuidar y acariciar el presente, el aquí y ahora. Triste y desolado, cómodo o feliz, el presente nos acompaña. Tenemos miedos, muchos, siempre tememos a lo que podría pasar “si”. No elegimos, nos dejamos elegir para no cargar con la desesperación de decidir qué hacer con nosotros mismos, con nuestros deseos, con nuestras necesidades más básicas y genuinas de sentirnos libres y “limpios” para elegir, para elegir y elegirnos porque queremos y lo sentimos, no por resignación ante un destino inventado. Esperamos que el otro nos resuelva, nos complete, nos guíe. Le damos al otro las armas para sanarnos, le damos coraje, le damos amor, le abrimos el alma gritando a cuatro vientos que lo queremos y lo necesitamos, le pedimos que no nos abandone, que nos valore, que nos elija. Le damos tanto, todo, que su ausencia nos desborda y nos humilla, descartándonos como seres.
Y embarcados en la incertidumbre y en la pelea entre nuestros deseos y nuestras realidades, y naufragando en la soledad más profunda de nuestro ser, cuando nadie nos acompaña en nuestros pensamientos, todos experimentamos el sentimiento más básico y la necesidad más auténtica que nos guía en todos nuestros movimientos: sentirnos íntimamente amados.