martes, 10 de abril de 2007

6 de abril

Había una vez una mujer. Había una vez un hombre. Juntos y separados se dieron cuenta de que sentían cosas muy diferentes, de que tenían valores distintos. La mujer era pura ilusión y el hombre se aferraba a las mentiras como modo de vida. Un día, el destino iluminó la cara de la mujer, quien corrió al calendario y verificó que existían grandes posibilidades de tenerte en sus brazos. Así fue. El seis de abril del año dos mil cuatro, una mujer ilusa daba a luz a un ser extraordinario y de ojos incansablemente curiosos. Al principio fue difícil, muy difícil. Las escasas horas de sueño se conjugaban con mares de ausencia inimaginables. El hombre ruin era más fuerte con sus silencios que toda la presencia que mamá podía brindar.
El primer baño, la primera comida, el primer pasito, las primeras palabras… Desafiamos al destino juntas, lloramos y reímos hasta el cansancio, amanecimos domingos de lluvia cuando todavía la mañana dormía para salir a caminar. Creciste, crecimos.
Cuando tu corazón comenzó a tropezar, el mío quedó detenido en el tiempo para siempre. Nos internamos durante quince días en una angustia interminable, sin poder comprender cómo un corazón sano y tan pequeño podía, de pronto, tambalear así. Y aunque intento disimular mi desamparo cuando de tanto en tanto te toca la ronda de estudios, confieso que admiro tu valentía y tu dignidad para cargar el grabador de tus latidos. Llevo las secuelas de tu corazón inquieto arraigadas con dolor a lo que queda del mío. Sentí culpa, mucha, toda, pero salimos adelante porque me enseñaste que, a pesar de todo, se puede. Se puede superar la soledad, la desidia, el desamparo.
Soy centinela de tus sueños y gran admiradora de tus logros. Por eso, hija, cada seis de abril celebro y festejo tu risa, tus sueños, tus palabras, tu vida. Gracias, Mile, por llenar mi vida de colores. Feliz cumpleaños.
Mamá.