jueves, 13 de marzo de 2008

Cenizas

Escribí mil palabras antes de elegir éstas. Imaginé mil escenarios posibles, ensayé gestos, caricias, despedidas. Practiqué la indiferencia y viví con la soledad más profunda del olvido. Llené un mar de silencio estremecedor para darme cuenta de que estoy inmóvil, sin ir más allá del hoy; el hoy que construí con el ayer, el hoy que embarré hasta el cansancio preocupada por el futuro. Eso. Estamos más preocupados por el futuro prometedor de nuestras mentes brillantes y nuestros planes de felicidad perfecta que por cuidar y acariciar el presente, el aquí y ahora. Triste y desolado, cómodo o feliz, el presente nos acompaña. Tenemos miedos, muchos, siempre tememos a lo que podría pasar “si”. No elegimos, nos dejamos elegir para no cargar con la desesperación de decidir qué hacer con nosotros mismos, con nuestros deseos, con nuestras necesidades más básicas y genuinas de sentirnos libres y “limpios” para elegir, para elegir y elegirnos porque queremos y lo sentimos, no por resignación ante un destino inventado. Esperamos que el otro nos resuelva, nos complete, nos guíe. Le damos al otro las armas para sanarnos, le damos coraje, le damos amor, le abrimos el alma gritando a cuatro vientos que lo queremos y lo necesitamos, le pedimos que no nos abandone, que nos valore, que nos elija. Le damos tanto, todo, que su ausencia nos desborda y nos humilla, descartándonos como seres.
Y embarcados en la incertidumbre y en la pelea entre nuestros deseos y nuestras realidades, y naufragando en la soledad más profunda de nuestro ser, cuando nadie nos acompaña en nuestros pensamientos, todos experimentamos el sentimiento más básico y la necesidad más auténtica que nos guía en todos nuestros movimientos: sentirnos íntimamente amados.