viernes, 20 de junio de 2008

Tropiezos

El ser humano tiene la asombrosa capacidad de tropezar con la misma piedra una, dos, tres, infinitas veces. Siempre, quizás, sostenido por la ilusión de que ésa, aquella y cada vez, será diferente. Intuimos y nos hartamos de experimentar que vamos a volver a equivocarnos, y, sin embargo, nos ilusionamos evocando la experiencia del ayer, como si ése fuera nuestro as en la manga para no tropezar. Y cuando nuestros tropiezos se relacionan con el campo sentimental suelen tener ciertos agravantes, porque los sentimientos escapan a nuestra razón. Cuando nos enamoramos, o al menos eso creemos, no podemos disimular nuestro estado. El amor suele representarse como un niño desnudo porque es una emoción que no puede ocultarse, porque permanece igual a sí mismo siempre, porque nunca aprende, siempre es idéntico, eternamente joven e irreflexivo. Nuestra razón, espantada, nos asalta con preguntas recurrentes, para acercarnos a la desoladora conclusión del “Yo nunca aprendo”. Y estamos en lo cierto, porque el amor permanece impermeable a la experiencia.
Tropezamos, caemos, nos lastimamos y nos juramos nunca jamás reincidir. Y volvemos a ser prisioneros de lo correcto y lo seguro hasta que el amor loco nos arrebata nuevamente, porque gracias a él podemos evadirnos de nuestra asfixiante individualidad, porque todos llevamos dentro de nosotros, agazapada, nuestra propia posibilidad de perdición, el abismo íntimo por el que podemos desplomarnos; y a menudo la llave de nuestro fatídico destino está oculta dentro del niño irreflexivo que insiste en hacernos tropezar con la misma piedra una, dos, tres, infinitas veces.