lunes, 26 de noviembre de 2007

Ramiro

Conocí a Ramiro a principios del 2002, cuando yo estaba pensando seriamente en irme del país y dejar todo lo que había construido durante años en la galera del olvido. Además, venía de vivir un 2001 particularmente difícil. Recuerdo que coincidimos en la casa de una amiga en común, yo estaba con mi mejor cara de desgracia, el ánimo por el piso y el pasaporte en la mano. Ramiro fue como un viento de aire fresco en la mitad del desierto, y lo fue durante cinco años más.
Aquella tarde nos juntamos a tomar mate, y la chispa de la química se encendió enseguida. Pero claro, Ramiro estaba casado y tenía una hija. La reunión se extendió hasta la noche y algunas horas de la madrugada, que nos sorprendió juntos, sin saber bien qué estábamos haciendo, en una época en que nos dedicábamos más a sentir que a razonar cada cosa que pasaba. Nos despedimos sin más y al día siguiente el azar nos juntó en el subte y ése fue el comienzo de una extraña pero sólida amistad. Nunca, pero nunca jamás volvimos a compartir una cama. Y eso era lo bueno, lo valioso. Después de unos años, Ramiro se separó. Por fin, quizás; pero la vida nos hizo reír, porque yo estaba de novia con el papá de mi hija y tuve que dejar pasar la oportunidad. Y quizás las oportunidades no aparecen dos veces, me pregunto porqué las dejaremos pasar, me pregunto porqué la dejé pasar.
El tiempo vinculó la vida de Ramiro con la de Eugenia, mientras nuestra amistad se desenvolvía intacta. Almorzábamos juntos, íbamos al cine, hablábamos hasta el cansancio de la vida, chateábamos todos los días…
El día del padre de este año, un mensaje de texto tiró todo por la borda, el martes 19 de junio, todo lo que parecía ideal se conjugó en un mail que decía más o menos así:

“Me encantaría que supieras que sos una persona excepcional, a la que por las cosas que nos han pasado tengo en el mejor de mis recuerdos. Te quiero muchísimo. Desde que nos conocimos, le pusiste un toque de magia a mi vida y fuiste una compañía espectacular siempre que necesité hablar con alguien fuera de mi círculo íntimo.
Creo que tanto vos como yo sabíamos que esto no iba a durar por el resto de nuestras vidas. Te explico el porqué de esta despedida. Ayer Euge prendió el teléfono y había un par de mensajes, te comento que entre Euge y yo no hay desconfianza, por lo que cualquiera de los dos puede mirar el teléfono del otro, uno de esos mensajes era el tuyo (desde ya te agradezco que te hayas acordado de saludarme en el día del padre). Lamentablemente me costó enormemente hacerle creer que vos y yo éramos "amigos", fue una situación de mierda y no tenía palabras ni ideas ni forma de justificar tu existencia. Me debo a mi familia. Me debo a mi mujer. Te quiero mucho. Solo te pido que nunca más intentes ponerte en contacto conmigo, no voy a contestar más mails ni tomar más llamadas, tengo que ponerle fin definitivamente".


Ya pasaron cinco meses, y la verdad es que lo extraño. No sé, me pregunto si el final de la vida llega cuando la gente a la que queremos, en la que confiamos, en la que depositamos alguna ilusión se lleva algo nuestro para siempre, sin siquiera despedirse. Y así, nos vamos vaciando de a poco, reemplazando algunos afectos por otros, pero nunca reponiéndonos del todo y preguntándonos a cada paso si estaremos desaprovechando una oportunidad.

martes, 20 de noviembre de 2007

Adiós

Me aburrí. Sí, de vos. Sí de él y sí, de ella también. Me aburrí de esperarte, de llegar siempre tarde a tu vida, de ser grande, de ser chica. Me aburrí de largas horas de desvelo. Me aburrí de promesas incumplidas, de mares desolados, de horas interminables que no conducen a nada. Me aburrí de estar fuera de contexto, de resignarme a sillas que no quiero ocupar, de deslumbrarte para que me ignores después. Me aburrí, sí, de vos, de él, de tu edad y de la mía. Me aburrí de los trucos, de los engaños, de todo lo que podríamos compartir pero nunca compartimos.
Así de simple, así de breve, adiós.

jueves, 8 de noviembre de 2007

Provocame

Una de las características de mi personalidad reside en bromear en situaciones en las que, en la mayoría de las veces, mis bromas se toman como insinuaciones o pases libres al mundo del libertinaje. Si bien es cierto que en general tengo buena onda en la oficina con mucha gente y sin distinción de rango, no es sinónimo de que tenga ganas de salir con todos o de tener alguna historia con el noventa por ciento de los hombres a los que trato amablemente, incluyo en los chats o dibujo caritas en los mails.
Hace mucho tiempo, cuando yo era ingenua —pero menos que ahora—
salía de una clase del Conservatorio de Música con dos parejas a las que había visto muy pocas veces y, como nos llevábamos muy bien, se me ocurrió decir: “Che, podríamos ir al cine uno de estos días”, la mirada más sutil me dejó como la más perfecta desubicada, y no faltó la tonta que pensara que quería robarle el novio. Por entonces yo tenía diecinueve años.
Hace menos tiempo, un terapeuta a quien yo confiaba mis más sentidas miserias en las sesiones, me preguntó si yo estaba interesada en salir con él. Ante mi asombro, me chantó una recopilación de frases de mi autoría que puntillosamente había subrayado a lo largo de cuatro años de terapia. Casi me muero, así sueltas y fuera de contexto, eran una marcada insinuación a la lujuria. Entonces me puse a pensar seriamente en lo que digo, o mejor dicho, en cómo lo digo, si en la mayoría de los casos mis frases son malinterpretadas, si mi tono de voz es muy sugerente o si la gente tiene la mente bien podrida. Para mí, decirle a un compañero de trabajo: “Dale, nos juntamos a almorzar y charlamos” es solo y literalmente ESO. Para mí, decirle al vicepresidente de la empresa: “¿Cómo le va? Hace mucho tiempo que no pasa a saludarme” es simplemente una atención, porque si hay algo que no soy ni seré es una acartonada de frases hechas. No les estoy tirando onda. NO. Pero cuando alguien, ante una de mis bromas, saca el papiro de lo que es socialmente correcto, me siento muy infantil, una quinceañera diciendo frases que dan paso a la histeria cuando se descubren como “inocentes” de mi parte (aunque hay algo cierto, no es lo mismo decirlas a los doce años que a los treinta y poco).
¿Será cuestión entonces de sacar provecho de estas confusiones para abrir una puerta que sí me interesa? Quizás de eso se trate, de que me malinterprete alguien con quien sí me interesa salir, claro que ésa sería una interpretación correcta. Ahora los dejo, huyo a decirle: “qué linda te queda esa camisa” a… No sé, alguno que me interese ya voy a encontrar.

jueves, 1 de noviembre de 2007

Situaciones Halloween

¿Qué hora es? Uf, como la una de la mañana, mejor me voy a dormir. Por suerte la peque duerme tranquila así que todo está en orden. Apago las luces, me acuesto. Qué linda noche de verano, las ventanas abiertas, un vientito fresco… ¿Y esa música? ¿De dónde viene? Ay, DEL LIVING, ay. Parece el andador de la peque, pero hace días que no lo usa. ¿Me levanto? ¿Me tapo? ¿Me escondo? Alguien entró, seguro. Imposible, la puerta está bien cerrada y el balcón tiene rejas. No suena más. Voy a ver, no, mejor no. Sí, claro, a ver si tengo que salir corriendo. Otra vez la música. Coraje, mamá. Sí, ojalá estuviera María Aurelia Bisutti en mi lugar. Es el andador, uf, no hay nadie, qué alivio. ¿Alivio? Bueno, le saco las pilas y listo… ¿Listo?

(…)

Año 1990, sola en casa, me voy a bañar. Mamá está trabajando y no tiene que venir. Qué bueno, un baño relajante y terapéutico. Enciendo la ducha, subo el calefón, me meto al baño. Golpean la puerta… del baño. ¿Cómo que golpean la puerta del baño? ¿Quién es? ¿Quién es? Bueno, ideas mías, si no hay nadie. Otra vez los golpes, fuertes y claros. Tres. Seguro es la vieja que salió más temprano del laburo, vino para casa y se está haciendo la graciosa. Termino, salgo de la ducha. Abro la puerta, no hay nadie. La casa está desierta. Llamo a mamá al trabajo: “Hola, mi amor, vuelvo a casa más tarde que lo de costumbre porque tengo dentista hoy, ¿todo bien?”.

(…)

Abuela, te juro que a veces, cuando me quedo a dormir en la pieza del fondo, de golpe se enciende la luz. Ella: “¿Otra vez tu hermano y vos viendo películas de terror? Déjense de pavadas y vayan a dormir. Dejá que la luz la apago yo”.
Dos de la mañana, la luz prendida, mi hermano dormido como un tronco en la cama de al lado. “Che, pelmazo, ¿vos encendiste la luz?” Él: “¿Qué querés, tarada, para qué me despertás? ¿No ves que mañana tengo prueba de lengua? No, no encendí nada, apagá la luz, querés”.
Me levanto, voy al cuarto de los abuelos, duermen tranquilamente. Tengo miedo, bastante. Abuela, la luz, otra vez. Ella: “Ay, nena, bueno, me quedo a dormir con ustedes en la pieza”. A las cuatro de la mañana me despertó la abuela: “¿Nena, vos encendiste la luz?".
Nota aclaratoria: todas estas historias son verídicas y han sido experimentadas en carne propia.