martes, 26 de junio de 2007

J.M.

Ojos de azul transparente y mirada cálida. Sonrisa cómplice de palabras que callan pero existen. Pudor, ética, deber, presencia con diploma de honor...

Fue en julio del año dos mil cinco cuando la abstracción de tu nombre se concretó en la tarde más oscura de mi vida. Te recuerdo de pie, inclinado sobre una pared, cansado de andar y desandar las mismas palabras agotadas de esperanza, nuevas para mis oídos, rutinarias para los tuyos. Toqué mi cabello, enjuagué mis ojos ciegos de dolor e intenté sonreír. Mi imagen de madre desarmada por la realidad desnudó mis sentimientos más primarios. Me avergoncé. Lo notaste. Mezclé la vergüenza por sentir lo indebido con el dolor y la desesperación de lo absurdo y lo increíble: un corazón infantil y trunco.

El tiempo me enseñó a disimular con sabiduría. Reprimo mis deseos en cada encuentro, formalizándolos en un trato ameno y gentil, desterrando ilusiones de intimidad, despejando miradas sutiles o prohibidas que inviten a lo imposible. No me dejo sentir ni me pongo en evidencia, controlo mi mente, mi cuerpo, mis gestos, mis pensamientos, para callar y comportarme como debo, como es y debe ser, como lamentablemente siempre será.

Te recuerdo de pie, inclinado sobre una pared. Te recuerdo brillante, cálido, dulce, con hoyuelos a los costados de tus labios perfectos, labios que nunca podré besar.