jueves, 17 de julio de 2008

Piedra libre

El otro día, durante una charla más que trivial en la cocinita de mi oficina, comentábamos sobre la próxima fiesta de fin de año, esa fiesta a la que la mayoría va por los sorteos y en la que todos se odian pero igual se juntan para comer y tomar porque paga la empresa. Al parecer, este año quieren invitar a las parejas de los empleados, cosa a la que me opongo rotundamente, porque si sumamos lo acartonado de la mayoría de los sujetos a la supervisión constante de sus señoras esposas, obtenemos un combo vomitivo de muñecos a control remoto, y, para eso, prefiero quedarme en casa mirando a los tele tubbies por la tele.
Mientras debatíamos al respecto, uno de los chicos me dejó helada con su comentario sobre mi comportamiento en la fiesta del año pasado. Recé para que la tierra me tragara, intenté hacer memoria de todos los detalles y me retorcí del esfuerzo intentado recordar algo de lo que detallaba, pero fue en vano. De esa noche tengo como flashes de situaciones y momentos que no puedo terminar de hilar. Claro que me acuerdo de mi llegada y de los detalles de mi partida, pero para lo sucedido en el medio se me juntan imágenes diferentes y para nada cronológicas. Recuerdo mi apetito feroz, y, por supuesto, mi seguidilla de copas de vino blanco con el estómago casi vacío. El ingreso al salón comedor ya me resulta impreciso, para ese momento yo ya debía estar al borde de la cirrosis…
Por aquel entonces yo tambaleaba en una cuasi relación muy intensa para mí, desplegada en el peor de los escenarios posibles: hombre casado, misma empresa, mayor jerarquía. Aparentemente mi subconsciente se encargó de ventilar con lujo de detalles mis sentimientos prohibidos. Recuerdo que le hablé y que bailamos (¿Yo le hablé y nosotros bailamos? ¿Él me habló y yo bailé? ¿Todos bailamos y hablamos con todos? ¿Yo estaba?), pero no recuerdo nada específico que diera lugar al comentario que escuché seis meses después en la cocina. Todo lo contrario, me esforcé tanto por disimular que estaba segura de mi posterior nominación al Oscar, o al menos al Martín Fierro. Algo no pasó tan desapercibido como yo suponía. Si bien debe ser cierto que algunos de mis movimientos me delataron, de ahí a decirme que estuve literalmente “colgada del cuello” del señor en cuestión durante toda la noche, hay años luz (¿Colgada del cuello yo? ¿Yooo?? Seguro que a esa altura ya no podía diferenciar el cuello de los pies). Adiós Oscar, Adiós Martín.
Ahora, cada vez que me cruzo por los pasillos con alguien me pregunto si conoce mi “secreto”, lo supone o ya lo olvidó. Después de escuchar eso, quizás sea mejor que este año ellos vayan con sus esposas y yo me quede en casa mirando la tele.