Y es en este punto en el que yo patino, resbalo y caigo. No me acostumbro al “VEMOS QUÉ PASA”. ¿Cómo vemos qué pasa?? Digo, ¿no te pasaba antes de invitarme a salir? ¿El “vemos qué pasa” depende de mi desempeño en la cama? ¿Y qué querés que haga en la primera salida? ¿Que me porte como una stripper desenfrenada? Digo, porque para eso, buscate una stripper desenfrenada. Entonces comienza en mi interior un manojo de incertidumbres dignas de otro planeta. Primero pienso que, en todo caso, quizás sería bueno guiarse por la versión de que es mejor dejar la cama para la segunda o tercera salida, para darle una chance a un nuevo encuentro o para cultivar un poco una posible relación; pero por otro lado también pienso que mi lectura de la invitación es errónea y que si a la hora de ir a los papeles digo que no, quedaré como una histérica imbécil porque, primero, quizás también tenía ganas y, segundo, por haber mal interpretado la invitación.
¿Qué hacer entonces en la primera cita? ¿Dejarse llevar por los propios deseos —si los hay— de avanzar y concretar un encuentro sexual? ¿Dejar el tema en veremos para que exista una segunda oportunidad y correr el riesgo de que no exista y ser tratada como una histérica?
Desde junio alguien a quien veo en una actividad deportiva una vez por semana me invitaba a salir. Desde junio que lo observaba, sonreía y me negaba no porque no me gustara, sino todo lo contrario, porque intentaba esperar e ir con cuidado para fomentar un vínculo y no incrementar una lista de deseos satisfechos.
Finalmente, acepté. Acepté con la idea de conocerlo, de salir, de compartir una charla, un cine, un café. Acepté con la idea de que el “vemos qué pasa” ya era algo superado, porque desde hacía dos meses nos pasaba algo similar, queríamos compartir algo más que unas horas en una pileta. A ver. Entendeme. Si acepté salir con vos fue porque me pasaba algo más que un par de noches… Y simplemente sucedió que mientras yo fomentaba la ilusión, el hombre incrementaba listas de deseos satisfechos.