jueves, 2 de febrero de 2012

BBP

Hace poco más de catorce años, un “bebé pIrrito” de cuarenta días apareció en nuestra familia, comprado por mi mamá, que estaba tan lejos de amar a las mascotas como yo de entrar en un convento. Pero le dio ternura y lo llevó a su casa. Y a mí me dio más ternura todavía, y a pesar de que olía a bosta, yo no podía dejar de mimarlo. A los pocos días supimos que además de roñoso y con indicaciones de no bañarlo, mi vieja había comprado un perro enfermo. Con el tiempo sanó y se convirtió en un perro de fierro al que yo adoraba, y el sentimiento era mutuo. Cada vez que lo visitaba no se separaba de mí, me daba la pata y no dejaba que nadie se me acercara.




Cuando nació “Beyita” fue el perro más fiel que conocí en mi vida. Cuidaba a mi hija como si fuera propia y parecía acompañar mis tristezas y mis alegrías del mundo de ser mamá.




Y el tiempo pasa para todos. Ayer el perrito cerró los ojos para siempre. Lo alcé por última vez y lo despedí de noche, bajo la lluvia. Fue una sensación muy fuerte e intensa. Lo abracé tanto como el primer día, cuando todo cochino como estaba me regaló su incondicionalidad…