viernes, 26 de enero de 2007

Signos

Cuando me llamaste por primera vez te traté como a uno más; en general no me gusta demasiado que me interrumpan, que me saquen de mi mundo-limbo (sea cual fuere) para recordarme con preguntas rutinarias que me hallo en realidad en el mundo-oficina y que paso ahí la mayor cantidad de horas de mi vida. Por lo tanto, mis primeras reacciones se asemejan más a lo expulsivo que a lo agradable. No obstante, habiendo del otro lado del teléfono una voz masculina, me esforcé un poco más que si hubiera estado hablando con alguna pesada disfrazada de simpaticona.

Llegaste con un papel, o dos, o tres, no sé. Me hablaste con tono pausado, pero de pronto dejé de escuchar el verdadero significado de las palabras para vestirlas con lo que yo deseaba oír. Te esmeraste en explicarme qué hacer con los papeles, una firma, o dos, quizás tres, pero tu voz fue cambiando a medida que nos desnudábamos con los sonidos del silencio y nos dábamos cuenta de que ninguno de los dos era indiferente a lo que estaba sucediendo.
Ese día te encontré en todos los rincones, te vi de cerca, de lejos, al llegar, al partir. A pesar de mis nervios, mi vergüenza y mi cobardía, tímidamente extendí una invitación que aceptaste animosamente para luego decidir que el azar no volvería a cruzarnos, que lo que en un principio fue capaz de partir la tierra en dos y juntarnos en el mayor de los deseos, podía morir sin más, como el sol, que se desangra sobre el horizonte en cada atardecer.

Cuando te vi por primera vez, supe que había llegado tarde, que el destiempo se las ingeniaría para engañarnos con encuentros casuales en los pasillos, en el ascensor, en las escaleras, en los bares, solamente para hacernos desear, para que me desearas, para desearte, para desearnos, para saber que, con vos, nunca iba a poder ser…