martes, 12 de agosto de 2008

Catarsis

Lo odio. No me importa lo que piensen de mí, lo odio. Y no, no quiero escuchar esa frase berreta: “Él se lo pierde”, porque no existe consuelo más idiota que pensar que el otro se está perdiendo algo que nunca quiso tener. Lo odio. Odio sus pelos de vinchuca, enredados en su mugre de miserable. Odio su sonrisa sarcástica y burlona, su cara de víctima y sus ojos de carnero degollado. Odio su olor a laburante de puerto pestilente, sus manos secas, sus arrugas de viento sureño olvidado. Odio su manera de pensar, sus justificaciones injustificables, su tupé para cortarme el teléfono cuando intento hablarle de su hija, que añora en silencio los abrazos de su papá. Lo odio. Cada invierno regresa a Buenos Aires, transformado en pura mugre, incomunicado con nuestros conocidos en común para que no delaten su paradero, ni intencional ni descuidadamente. Odio su “jodete” eterno con el que se refiere a nuestra hija en común, a su educación, a su cuidado, a su contención, a su salud.
No intento que me comprendan. No quiero que me justifiquen. Él pertenece a una clase de sujetos que justifican su proceder vaya a saber con qué lógica enquistada y anormal, cuasi comparable a la locura del torturador y del asesino. Él es capaz de atropellarte con el auto y seguir de largo sin remordimientos ni culpa. Él tendrá por siempre una vida miserable, lo juro.