lunes, 8 de diciembre de 2014

Mi guitarra y tu fogón

Te fuiste aquella noche, añorando tus recuerdos de lágrimas secas por el viento de un invierno gris. Cómo cambian las cosas en tu mundo de crucigramas y recovecos disimulados por un alma vencida por la melancolía. Te jugaste por alguien que no conocías y eso no es algo para dejar pasar. Lo tomé. Confundí palabras. Me acerqué al alma solitaria que fabriqué  y me perdí en un mundo de realidades difusas y versiones diferentes difíciles de creer. Bastaba con decirme las cosas como eran… Pero quién sabe cómo son las cosas cuando se presenta lo inesperado que nos permite apartarnos al menos un instante de la rutina que nos sostiene.  “Dame tiempo”, me dijiste una vez. Las ganas no entienden de tiempos, pensé.

Leo tu caravana de sentimientos, sorprendida, para cruzar mis canciones con las tuyas en donde el viento se hace música con la guitarra de tu fogón.  El LA 440 se pierde entre  las notas hechas ceniza  sobre  mis pies descalzos. Aparece la gaviota que nunca más volvió, enredada en acordes torpes de silencios insoportablemente amargos. Lo cierto es que esta copla corta  dejará que muera en mí el deseo  de entrelazar mi voz con tu voz, y logrará que la ausencia se instale en cada nota jamás compartida.


Y permanecerá el espacio mientras el tiempo se borrará para siempre. Se cerrará el cancionero y teñirá de sombras la madrugada que fusilará el recuerdo inexorablemente, para cantarte al oído que tuve que irme por calles sin callejones, por laberintos olvidados de compases sin terminar, que, suspendidos en tu voz ausente, algún día también dirán: otra vez será.

lunes, 24 de febrero de 2014

Me quedo

Me quedo y él se va, contento. Siempre están contentos los que se van. Pero yo me quedo. Casi con lo puesto, casi. Me quedo con nuestros comienzos de caminatas hasta el colectivo, o el subte. Con nuestras miradas cómplices y sus retos porque tomo agua mineral y debería tomar del dispenser. Con sus paranoias. Con sus frases divertidas en el silencio sepulcral de la oficina. Me quedo con su: “llegó la alegría” que me escribía todas las mañanas. Con nuestro primer y único almuerzo, porque después no quiso más por miedo a que nos descubrieran. Con nuestros más de cincuenta mails por día, con nuestras pelis aburridas y todo el helado que nos tomábamos en diez minutos: "Dulce de leche con almendras o nueces, banana split, frambuesa, melón..." —dijo. Con las ricas pastas que me cocinó en su casa aquella noche. Con sus extrañas tartas, llenas de lentejas con arroz, brotes de soja, maicena, dieciocho claras de huevo y cosas insólitas, bastante como para un: ¡puaj qué asco! Me quedo con algunas visitas fugaces y miles de malos entendidos que después nos causaban gracia. Con aquel primer llamado que se cortó, y yo sin crédito, buscando dónde cargar el celular a las doce de la noche. Con la visita inesperada con aquel chocolate difícil de conseguir y con el que me sorprendió esa noche. Con las monedas que siempre me cambió, con mis tironeos de su bufanda colorida en la boca del subte. Con los bombones Jackeline, ya un clásico entre nosotros… Me quedo con nuestras primeras charlas nocturnas, con su rutina de gimnasio y las visitas a sus viejos. Con su andar de mochila al hombro, su campera negra, su sobretodo gris.
Me quedo porque me quedé cuando entendí me necesitaba, en el peor momento del año, para decirle adiós a su mamá. Y estuve como pude, como me pidió, en silencio o con presencia. También estuve para ayudarlo a planear sus vacaciones, escuchando sus divagues de opciones, corriendo a comprarle un mapa... Estuve para ayudarlo a conseguir los reales, con el remis, con el hostel. Y cuando me contó de su entrevista, del psicotécnico al que le temía, —a pesar de ser psicólogo— y de su ansiedad ante los análisis preocupacionales, hace ya más de un mes. Y me quedo con el recuerdo de nuestro trabajo sobre los ríos patagónicos, que tanto nos enriqueció. Me quedo y él se va, contento, sin registrar nada de todo con lo que  yo me quedo y todo con lo que él se va...